City en Paris 5/12

Llegué a Paris un atardecer muy lluvioso. Nadie pronosticó una tormenta primaveral de esas dimensiones. Las principales avenidas inundadas me dieron la bienvenida. Eso fue hace mucho tiempo. Tenía 19 años y me hospedé con unas compañeras de la prepa. Viví un par de meses de prestado, imitando la rutina de mis amigas para ahorrar al máximo. Comenzábamos el día temprano saliendo a correr, luego pasábamos por un café, ellas se iban a trabajar y en la noche terminábamos viendo series, a veces juntas, a veces cada una en su cuarto. A mediodía yo salía a caminar por las zonas de la ciudad que me gustaban y terminaba comiendo algo ligero en un café del barrio latino.

Una tarde recibí una llamada urgente para que me presentara a una entrevista de trabajo, salí con prisa y en la puerta del café me alcanzó el Flaco para entregarme mi casco que había olvidado en la mesa. Nos presentamos y le agradecí súper entusiasmada, se despidió con media sonrisa y me deseó un buen día. Esa tarde todo salió mal.

Nos volvimos a encontrar esa misma semana y me ofreció un tour por las locaciones de la novela Zazie en el Metro de Raymond Queneau. Acepté porque quería conocer otras zonas de la ciudad pero no tenía idea de ninguna de sus pretenciosas referencias literarias.

El Flaco podía repetir sin tomar aliento páginas completas de novelas de Boris Vian y de Queneau. Yo bostezaba, tratando de ganar tiempo para decidir si salía corriendo o seguía escuchándolo en segundo plano, como un eco milenario que se mezclaba con los ruidos cotidianos del barrio latino. -El día que te conocí estabas re feliz. Pero las noches no son lo tuyo y menos si estás cerca de un puente viendo el Sena. Hay mucho sufrimiento en esa imagen y en ese pasear solitario que tienes.

Tardé un segundo en entender si era parte de algún diálogo. Mis ojos volvieron a hacer foco en él. Muy a mi pesar regresé al «aquí y ahora». Estaba pensando en un laberinto de cosas que me remitían a olores, a aparadores, a refrigeradores, a especias orientales y lejanas. Me despedí, iba a comenzar a llover otra vez y si me resfriaba contaba como un nuevo fracaso. El Flaco me lanzó una sonrisa abierta, sacó un viejo tarot de su mochila y me lo dió. No había tiempo para preguntar el sentido de regalarme una baraja. Le di las gracias mientras me ponía el casco y me subí a la bici acompañada por los truenos y la amenaza inminente de miles de gotas gordas que se estrellaban en el asfalto.

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